lunes, 15 de agosto de 2011

Javier Foguet (Tucumán, 1977) En estos días no he visto poetas



 Descripción

A la altura de los ojos
las tres gotas de sangre
de las torres.
Sobre el resplandor de la ciudad
algunas estrellas muy pequeñas,
muy débiles.
Abajo calle con árboles, al fondo
la hilera de últimas casas
tragadas por lomas.
A mi izquierda gran ola chispeante.
A mi derecha tierra de rocío.


Contra la soberbia

La importancia de tus ojos
está en la sombra,
como un tizne viejísimo,
que acumulan en sus orillas..
En estos días no he visto poetas,
hombres que sepan viajar
y no ignoro que es un peso
que cae precisamente sobre mí.
Pero he visto tus ojos. He visto tus ojos.


Si, como lo presiento

Si, como lo presiento,
tendré que reconstruir la casa un día
no debo olvidar la ventana de la cocina
apenas sobre el mármol que da al oeste,
a lo religioso de la luz atardecida del oeste,
filtrada por las ropas tendidas
y la verdura de unas cañas,
de donde adquiere volumen el pan,
el acero, la vasija griega
inútilmente retratada
-la luz sobre el azul femenino-
con la Rollei que rescaté
del olvido de mi padre
para olvidarla después con absoluta justicia
porque el humor de la luz,
el humor de la luz buscó mi padre con su cámara
y en acuarelas y aun en los calculados
y atractivos tonos (para el ojo esmaltado
de un pez secreto) que el plumaje de las moscas tomaría
sobrevolando los reflejos del pastizal
y al contacto con el declive del río
que lleva las aguas y a la luz de retorno
hacia la semi-apertura de la ventana.


A Iquitos por agua
 
El cacao con agua y canela
tenía en los platos el mismo color,
las mismas vetas que los montículos de río
junto a las paredes del barco.
Lo bebíamos todo en silencio. Y escuchábamos.
Conté (porque lo pidieron)
un millón de veces la historia
del vagabundo,
hasta que perdió sentido.
Después, cuando subía al techo
el viento golpeaba las lonas y se sentía
el borbollón de la hélice en popa.
Al atardecer el río se metía en mí.
Los forestales me mostraron
una línea lejana en la tierra
y yo repetí: esa línea
de árboles azules
se llama la ceja de selva.
En ese momento el río era naranja
-un hocico
husmeando la superficie-
y estaba manchado de oscuro
junto a los taludes.
De todo esto me acuerdo.
El árbol de pan es la puerta
de una catedral salvaje.
El hombre que vendió a mal precio
su ternero moribundo
fue primero en la hilera la noche del estofado.
Francoise vio la misma luz que yo
en la boca del Marañón.
Y también el sol acribillado por las hamacas
cruzando la sombra de nuestro piso.
De noche el piloto sigue con un faro
la línea de las orillas o envía delante
una chalupa cuando el canal se oculta.
Los barcos que vienen en la noche
-los toldos, las bombitas encendidas-
parecen una fiesta que deriva.
Repetí la historia
a los que colgaban nuevas hamacas:
el taxi acuático metía su trompa
en las aldeas, dejaba y recogía hombres,
animales, fardos y el oleaje
contra las orillas levantaba
de los palos secos algunos pájaros.
Entonces llegamos;
los que no tuvimos a nadie en tierra
dormimos a bordo una vez más
mirando las luces nocturnas, duplicadas,
de la ciudad isla.
 
Javier Foguet (Tucumán, 1977)
De El humor de la luz, Huesos de Jibia, 2010