jueves, 22 de septiembre de 2011

Alejandro Méndez: El ámbar y el humo se depositarán como lluvia



Linaje

En la playa, un día nublado, el muchacho
ataja el frisbee lanzado por el padre.
Su espalda se arquea y el brazo responde,
primero al silbido y después al tacto.

Duplica su fuerza gracias al viento; Aldebarán
entre las luces menores de su constelación,
pero sin rasgo perceptible de vanidad.
            
              Con el mismo impulso, repetido en el linaje
y en las pupilas, un tiro rasante inicia la asíntota
que será alcanzada cerca del médano.
             
Los movimientos obedecen a instrucciones
almacenadas en las articulaciones.
Se pliegan los huesos y es contagioso;
yacen como caballos finos enterrados en la arena.

¿Por qué el mismo brillo en la mirada?
¿Cuál es el mandato genético que reparte dones y narices?
Aún en la diferencia comparten la misma cantidad de pecas,
el dibujo de una estrella en el omóplato izquierdo,
la exacta inclinación del canino superior.

Las cabezas están erguidas en sintonía
con la línea de sombra que atraviesa baldes, palas,
grupos de personas diseminados en círculos o hileras.

Una formación de nubes delimita una zona
móvil de espuma y basura acumulada.
Más allá, el mangrullo del guardavidas
es una advertencia para las bandadas de gaviotas
que sobrevuelan en espiral.
El nubarrón atomiza su agua futura,
la transparencia vertical de los tifones.

Caminan por la playa al borde de la retama,
alineados como un capitán y su adlátere.
Descalzos. No hablan, o mejor dicho lo hacen
a través de los objetos circundantes.

Entran al mar.

Sus cuerpos agradecen el involuntario espejo
que se prolonga en tentáculos de arena.
En el preciso instante en que giran sus cabezas
una ola gigantesca los sepulta.

Es admirable
cómo la naturaleza
también puede ser coreográfica.



Osario

Los tilos acapararon mi atención,
pero igual vi el fogonazo
del calcio alumbrar la mañana.

La herencia que nos dejaste
estaba compuesta por el cráneo,
los metatarsos y la mariposa
completa del coxis.

Un testamento óseo que ella
púdicamente ignoró. Mi hermano,
en cambio, admiró su resistencia.

Después llegó la tarde y el nicho
brilló como la proa de un rompehielos.
También estuvo el viento que se llevó
las flores hasta pulverizarlas.

Escondido en la casilla del cuidador
fui el sonámbulo del camposanto,
cerca de la zanja y de los truenos.



El ámbar y el humo

El murmullo de las enfermeras
y el olor a desinfectante actualizan
la escena. Todo lo que tengo queda
reducido a una muda de ropa
en el bolso que preparó tu madre.

Preparo esta carta ahora que la cabeza
está nítida y la garganta indeleble.

Sin tiempo para escribirte,
apenas en el aire notas rápidas.
Directo a las prioridades,
en los intervalos, cuando las puntadas
que bordan el vientre se dispersan.

Parecen escasas aquellas tardes
en el patio donde te sostenía al sol,
y lejanas las noches que leía
con la luz de una vela. Ahora pienso
en cómo desprenderme. La pregunta
es absurda frente al trabajo de la
naturaleza. Ella administra como
nadie el golpe de gracia y sus
desprendimientos involuntarios.

Naciste bautizado por una apuesta
que perdí: un asado para toda la
familia por haber traído al mundo
a un varón. Te exhibí como el becerro
de oro frente a todos mis amigos.
No pude deshacer esa arcilla
por la que ahora imploro.

Quisiera estar hasta el final 
a la altura de las circunstancias;
elegir la última palabra.

Debiera ser un legado, un proceso
de selección minuciosa, un reparto
equilibrando la balanza después
de una corta vida; pero la urgencia
impone -esta tarde de diciembre
de 1966- prescindir del inventario.

No habrá despedida. Prefiero
dejarte durmiendo en el rincón
frente a la ventana, quizás con
la esperanza de alguna epifanía
modesta. Para desmentirla, el ámbar
y el humo se depositarán como lluvia.
Algún día te cubrirán por completo.



Alejandro Méndez (Buenos Aires, 1965)
De Pólder  (inédito).